viernes, 8 de octubre de 2010

Esto es Cultura –la verdad no sé.

                                                                                                                                                                                              
por Felipe Rojas

Con mis lentes oscuros a modo de protesta personal recorrí los espacios vacios del GAM, sigla con la que se denomina el hace algún tiempo estrenado Centro Cultural Gabriela Mistral y que curiosamente suena parecido a Glam. Pies de cuecas por doquier, organilleros, mimos o algo así acosando gente; un tipo solitario cantando canciones de Violeta Parra, Los Jaivas y todo el repertorio políticamente inofensivo se suma a un par de señores regalando churros a una hambrienta  fila de gente, grupos de chicas regalando gorros y chapitas, y un set de funcionarias sacadas de un catálogo de moda. Era el día del patrimonio, los chilenos teníamos derecho a conocer los edificios e instalaciones que son -je- “de todos los chilenos”.

Particularmente, el ex Edificio Diego Portales me parecía el destino apropiado, su inauguración fue realizada la noche anterior y creí, sería el punto neurálgico para entender lo que para el gobierno de turno significa “cultura” y sus diversas manifestaciones, y de paso saber que ocurría con un proyecto emblemático arrancado de las manos de la Concertación y que, personalmente consideraba el hito con el cual se saldaría en muchos aspectos la deuda en cuanto a memoria y desarrollo artístico en el bicentenario. Ese día no fue así. Ahora tampoco lo es.

Mientras el presidente muestra en público su nueva colección de corbatas para el bicentenario, o asistimos al reality de Laurence Golborne y sus mineros, el ámbito de la cultura en los 200 años de nuestro país y los cerca de 100 que tiene su estudio formal, asisten a un fatuo encuentro entre el espectador y sus manifestaciones a lo largo del siglo que abandonamos. El Centro Cultural emblemático del bicentenario tiene el nombre de nuestra poeta más valorada y al mismo tiempo peor leída, y su nombre se repite tanto en una librería estatal y una galería -las tres a no más de diez cuadras de distancia en la misma calle- y a lo largo del país es el nombre de innumerables museos, centros de investigación, cedes sociales y un largo etc. Y no está mal. Nada mal.

Ese día, mientras recorríamos los pasillos vacios y las salas del GAM, mi compañera realizaba preguntas al aire: “por qué no Centro Cultural Pablo de Rokha, o Marta Colvin, o Vicente Huidobro, Samuel Román, Violeta Parra, etc.” Un largo etcétera que me acompaña hasta hoy, y me hace pensar en lo complejo y prometedor que parecía hace un par de años el bicentenario, y lo triste y tan a nuestra medida que resultó ser. Es verdad que el Centro Cultural Gabriela Mistral se llamó así desde un inicio, pero su remodelación constituía una nueva oportunidad para que la cultura nacional tuviese un espacio de desarrollo incluyente, donde sus departamentos y organismos no esperaran los proyectos y propuestas en formularios y anillados bajo los parámetros de sus comodidades, sino que salieran a buscarlos, a ensuciarse y mezclarse con el exterior, a saber que pasa y elevarlo o dejarse llevar por ello, tal vez volver dañado o no volver más. En ese sentido la inamovilidad de su bautismo inicial, así como la falta de homenajes a otros representantes de nuestras artes, es una ilustración dura y cruda de lo que se entiende por cultura desde la oficialidad.

Ese día, avanzando entre la gente con sonrisas colgadas al rostro, y talleres ultra digeribles sacados de clases de kínder, la frase “cultura es cualquier cosa rara menos lo que hagas tú” resonaba clara y vigente, como una de las tantas cortinas que podrían servir de cierre a nuestra horrorosa fiesta de aniversario, acompañada de la voz falsete de don Francisco y donde se respiraba el mismo aire de tramite improvisado que en los salones del GAM. La frase tomaba más fuerza al ver la escultura de Marta Colvin cuya ubicación delante de un contenedor negro y al lado de un dispositivo de ventilación, la hacían parecer un elemento casual, una pieza del terreno que no pudo ser removida. Y es que las esculturas del patio exterior parecían, parecen aun, estorbos que no pudieron adaptarse del todo, como si el criterio condensador fuese el mismo que se aplica en algunas casas de playa cuando no se puede remover la roca: hacer parte a la naturaleza del proyecto en vez de adaptarlo a ella. El conjunto escultórico de Mario Irarrazabal quedó relegado a un pequeño corredor en la parte exterior trasera del edificio, mientras que la obra en bronce de Sergio Mallol con una pésima restauración que redujo su materialidad a algo parecido a la terracota, se encuentra ubicada bajo el rotulo de “biblioteca” demasiado cerca de la pared para poder ser recorrida.

Quienes conocimos el Edificio Diego Portales podemos dar fe que las obras no estaban mejor así, su conservación era deficiente y las modificaciones sufridas, así como el lugar donde se encontraban no hablaban precisamente de una valoración artística elevada. Sin embargo había otra carga que desapareció con el reset que significó la remodelación: las obras fueron testigos de los cambios, la caída de un gobierno, la ostentación del poder por el poder y la vuelta a una cosa llamada democracia quién sabe por qué. Estaban ahí, parte de todo, incomprendidas por los funcionarios, soldados y autoridades que las observaban a diario, mudas, acusando heridas, modificaciones y resonancias de voces autoritarias, ganando un espacio testimonial que en la actualidad se ve reducido a una anécdota digerida, taquillera y de mal gusto, brillante, pálida, sobre cargada y sin médula como el Glam, como la cultura institucionalizada  y sus inoportunos aunque esperados homenajes, como el UNTAD III/Edificio Diego Portales/GAM que visto a la distancia, a los días y meses de distancia, parece un llavero gigante que cuelga diciendo “la cultura tiene su lugar, es lindo, vacio, huele bien y es nuevo, todo dentro nada fuera”. Mentira.